viernes, 13 de septiembre de 2013

Seve

















Se nos fue dormido. Cansado, inmenso, celestial. Durmiendo el sueño profundo y valseado de la muerte. Se fue acostado en una chalupa llena de flores con que la familia lo adornó, flotando en las aguas tibias del río eterno, con cantos de iglesia y lágrimas.
Yo era pequeño. Un pequeño clavel rojo del jardín en que sembró su sangre, como lo hacen los hombres de bien, a la luz del ejemplo y del sudor propio; sostenidos por mujeres que cantan durante las noches y se levantan con vidas nuevas, llenas de olor y crecidas de manos, pies y corazón.
Se nos fue dormido y yo lloraba porque mi padre lloraba, porque la piel me pedía que lo hiciera ante esa imagen de desconsuelo con la que uno crece, como con una herida sin sanar.
Se fue dormido y qué poco supe de él. Qué poco tiempo nos dio la vida para conocernos.
Tendré la imagen de los centavos con que nos recibía, alegrándonos completamente.
Apretaré en la boca un Tehuano para recordarlo sin que me sangren los labios.
Guardaré la foto que no tengo, en donde él estará siempre dormido sobre la mesa cantando un tango que sí conozco y que irremediablemente me remite a él.
Veré crecer los lunares que le coronaban el cuello, su piel morena de sol, ahogada de luz.
Levantaré un pan recién horneado de frente al horizonte para permitirle al sol amanecer.
Iré a invitarle un trago a quien sea, en estas tierras lejanas, y sin que se dé cuenta regresaré a casa a descansar junto a un cálido árbol.
Porque aunque mi abuelo se fue dormido, eso jamás querrá decir que nos abandonó.


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