Se nos fue dormido. Cansado, inmenso, celestial. Durmiendo el sueño profundo y valseado de la muerte. Se fue acostado en una chalupa llena de flores con que la familia lo adornó, flotando en las aguas tibias del río eterno, con cantos de iglesia y lágrimas.
Yo
era pequeño. Un pequeño clavel rojo del jardín en que sembró su sangre, como lo
hacen los hombres de bien, a la luz del ejemplo y del sudor propio; sostenidos
por mujeres que cantan durante las noches y se levantan con vidas nuevas, llenas
de olor y crecidas de manos, pies y corazón.
Se
nos fue dormido y yo lloraba porque mi padre lloraba, porque la piel me pedía
que lo hiciera ante esa imagen de desconsuelo con la que uno crece, como con
una herida sin sanar.
Se
fue dormido y qué poco supe de él. Qué poco tiempo nos dio la vida para
conocernos.
Tendré
la imagen de los centavos con que nos recibía, alegrándonos completamente.
Apretaré
en la boca un Tehuano para recordarlo sin que me sangren los labios.
Guardaré
la foto que no tengo, en donde él estará siempre dormido sobre la mesa cantando
un tango que sí conozco y que irremediablemente me remite a él.
Veré
crecer los lunares que le coronaban el cuello, su piel morena de sol, ahogada
de luz.
Levantaré
un pan recién horneado de frente al horizonte para permitirle al sol amanecer.
Iré
a invitarle un trago a quien sea, en estas tierras lejanas, y sin que se dé
cuenta regresaré a casa a descansar junto a un cálido árbol.
Porque
aunque mi abuelo se fue dormido, eso jamás querrá decir que nos abandonó.
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