Los vi doblarse al
oeste y al centro de ti,
te sostenían y
limpiaban la calle completa
con una estela de
estrellas y suspiros,
con un paso
claramente angelical.
Esos, tus zapatos negros y viejos
que tus pies vestían
del mejor de los empeños;
ésos que gozaban de
tus piernas
y sentían tu peso de
nube y algodón.
Ellos me decían que
detestaban
que tú y yo
entráramos al paraíso,
a esa gloria de la
entrega,
del olvido y el
desnudo,
a dejar la ropa al
suelo
y arrancarse los
sostenes de tu cuerpo:
tus zapatos;
hule y piel que a las
caricias
de tu mano y de la
grasa
eran los mejores
ambientes de una estancia...
Ya cansados (ya
encielados)
me dijeron que
anhelaban nuestras caminatas,
las entradas al hotel
silencioso,
nuestros sueños
compartidos,
el decir cien mil
palabras en un beso,
las caricias de
nuestras pantorrillas,
el sudor y el fuego
en que nos consumimos.
Ya han acabado
ermitaños
honestos en la tierra
del olvido.
Lejanos añoran,
cansados divagan e
inventan historias seguidas,
continuas de los dos,
abdicación, olvido,
renovación,
suspiros, anhelos,
páginas que en los
segundos
inventan y escriben
porque nunca les
gustó
el final del cuento.
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