Para
Javier y Rubí.
La infancia es como la
niebla:
blanquecina, nostálgica.
Solamente aparecen al
recuerdo
las imágenes que
estuvieron
más cercanas a nosotros,
lo demás es espeso,
nocturno,
difuminados colores en el
lienzo
de nuestro pasado.
Una vez vi a un niño
y supe que era yo.
Nos repetimos como
estribillos
de canciones que sólo
fueron nuestras,
nos incrustamos para
permanecer
en no sé qué cuerpos
diferentes.
Gritamos la libertad
mientras ponemos
un candado a la puerta de
los juegos infantiles.
Cuando cayó la niebla en
la ciudad
se me antojó un café.
Vi jóvenes tomados de las
manos
y la mía estaba caliente,
reciente de ti,
humana.
Caía una leve brisa,
-y yo pensaba en tu boca
poco después de haber
besado un hielo-
junto a un aire fresco
mi cuello se escondía
entre mis hombros
para no entrar en frío
(cuando era niño mi madre
me tapaba).
A veces me pregunto
cuánto quedó en mí
de aquel pequeño que
jugaba a través
de los andadores del Infonavit
entre lodo, papalotes,
sueños a futuro y malas
palabras?
Las malas palabras se
quedaron,
seguro.
Se va uno despidiendo de
tantas respiraciones.
Me gusta ver a las
palabras cuando
salen como erupciones
volcánicas de aliento
cuando hace frío, calientitas,
volátiles.
Calientito se siente uno
rodeado de hermanos
que ven tele en el cuarto
de la infancia,
volteando hojas en el
álbum de la memoria
o mirándose una cicatriz
heroica
aunque sea la que quedó de
una vacuna.
La niebla es dueña del
misterio,
la infancia es dueña de lo
que somos.
Misteriosamente recordamos
a unos niños
que ya no somos, y a
veces,
somos felices como ellos.
Ser en tu piel de neblina
que me envuelve
correr en tu cuerpo como
gota
gritarte en un abrazo mi
alegría
llorar en el laberinto de
tu pelo
para poder llegar a tu
encuentro.
¡Qué gran nostalgia siento
de mi infancia
ahora que soy grande!
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