En un principio era la
oscuridad y el frío
era un lugar en el que
dolían los ojos, de no ver,
y se cocían las manos en
su piel de tanto no sentir.
Recuerdo estar atado a un
árbol cortado de raíz
cuyo retoño se afianzó de
buena tierra
y me daba agua a través de
los hilos delgados
que formaban su corteza.
Yo, bajo la tierra,
ahogado en la ceniza de los hielos
me mantenía asido al mundo
por el retoño hermoso y tierno
que me platicaba las
maravillas de la vida exterior
y que, casi como un cordón
umbilical
me alimentaba del jugo de
su savia.
Es extraño, pero durante
ese tiempo
jamás sentí dependencia;
la sencillez de su tersura
y
la grandeza de su amor
incondicional
me hacían sentir más que
hermanado o familiar,
hijo, descendiente;
con esa certeza que sólo
proporciona
la consanguineidad y el
instinto.
En un principio era la
palabra congelada
la mano detenida ante el
cristal
el paso borrado de la
arena por la ola
la niebla que corre,
opaca.
Pero un manso día
la mano de una bella mujer
entró al abismo
iluminando la nada y al
vacío conforme bajaba
a lo profundo:
era el rayo inasible que
entre en la cárcel negra
y a través del cual se
siente la esperanza.
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