sábado, 8 de febrero de 2014
De infancias
Sin hacer esfuerzo alguno de memoria puedo verle claramente el rostro,
tiene los ojitos negros y chispeantes,
con la iluminación que sólo se adquiere por la maravilla y la sorpresa de ir descubriendo al mundo,
con las preguntas que poco a poco adivinan o inventan sus respuestas
enriquecidas por detalles de la imaginación infantil que, como flores que adornan un paisaje,
nacen en su cabecita de campo y río
junto a esos árboles levantados que son sus cabellos negros y frondosos.
A su corta edad de cinco,
va creciendo;
riendo a lo último y mejor,
tomando la medida de su cuerpo al correr o brincar
mientras sus manos morenas, pequeñas y regordetas
realizan trazos desconocidos en no sé qué lenguaje,
pintando mundos nuevos de colores diversos,
con una concentración decidida como si el más mínimo rayón fuese indispensable
en ese universo minúsculo que siempre es una hoja en blanco.
Idéntico a los grandes creadores,
un par de muñecos sirven igual para realizar proyectos de acción,
de movimientos, saltos y vuelos extraordinarios
concediéndoles poderes más allá de lo imaginable
que invariablemente hacen que me pregunte
¿cuáles son mis muñecos ahora?
¿Dónde quedó mi infancia, la nuestra, la de todos?
Su boca desprende gritos solícitos
risas contagiosas, palabras precisas, disparatadas, elocuentes, que,
a veces en complicidad secreta con el rostro entero
logra que se le concedan perdones al más mínimo gesto;
que se le diga que sí,
que todo lo que quiera
que bueno
que te acompaño
que te dejo la luz prendida
que duérmete ahí y después te llevo a tu cama
porque
¿qué puede pasar si se le cumple?
Y dentro de lo posible
¿no es válida tan pequeña retribución
para la inmensa alegría y felicidad
que es tener un niño en la familia?
Lo pienso ahora y lo considero a la distancia...
Agradezco profundamente que me haya entretenido en esta noche
y permitido robarles a ustedes su tiempo
a Miguelito mi hermano
el más pequeño.
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