Mi familia vive en una
casita
donde todo el mundo
asiste.
Es una casita de música y
muñecos:
elemental para los niños
y de los amigos salvación.
Allí no se pregunta el
nombre
para tener un plato en qué
comer,
no se distinguen los
colores de la piel
ni la tendencia política
(aunque se mire más por la
ventana de la izquierda
que es más grande y está
en la sala).
Allí siempre se tiende una
copa al sediento
y al que nunca tiene sed,
ni más ni menos
pues también.
La casita es el diminutivo
con que mi hija
adorna y hace más bella
esta mansión,
es la palabra que pienso
ahora para estar allá
y oír a mis hermanos
discutir
por pequeñeces que ya
extraño…
Casita suena lindo,
pequeño,
reconfortante a hogar.
Casita suena a corazón que
late
a mujeres, poesías y
canciones allí escritas.
Casita sueña también…
Casita tiene el sonido de
mil experiencias
y encuentros encerrados en
tan poco,
como un barril pequeño que
no tiene fondo.
Quién no ha ido a tomarse
un trago allí?
Cuántos no han ido a
dormir a su calor?
Haber ido a curarse o a
curar?
A oír una canción al
amparo de la serenata?
Quién no se ha llevado a
este cantor?
Aprender, ser escuchado y
escuchar?
Echarle un ojo a los
chiquillos?
Con los amigos a reunirse
y no dormir?
Con la familia?
O simplemente para estar?
Hoy que ya es de noche
aquí en Francia,
quiero una frita con frijoles y queso
que mientras mi madre la
prepara
oiré desde lejos
esa vocecita que me dice
al corazón:
“A tu casita papá,
vamos a tu casita!”
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