A mi madre.
Una cae a la fortuna del viento y sus corrientes,
en el más profundo sentido de la valentía.
Aprieta sus moléculas para no romperse
sin que importe la altura o la distancia.
En alguna esquina de su pecho
se dibuja un arcoiris diminuto
del que se llena en su misión predestinada.
Es lo que lleva en sus adentros
lo que le da la fuerza necesaria en su descenso,
que no la gravedad ni los buenos deseos.
Es ella quien rompe el aire como flecha,
de la que nace el sonido en su bajada.
Es ella, húmedo alimento de la tierra y de la vida,
es ella la que trae su milenaria historia en su destello
cuando el sol le atraviesa el alma con su rayo.
Es ella el principio,
es aviso y bendición,
matutino rocío cuyo hielo al derretirse deja su enseñanza;
niebla en el riscoque al abrirse, maravilla.
Vapor que alaspirarse, regenera
calor que inunde, hogar que te rodea
hielo que atesora todas la fechas de sus hijos y sus nietos.
Es ella la que une a los caudales,
la que da la serena tranquilidad al lago,
la que al unirse con sus hermanas sacia
el árido desierto de este mundo.
Es ella la que lava los pasados,
la que forma el torrente y la cascada,
la que inspira las notas más profundas del canto de los ríos.
Es ella y sólo ella,
la que humedece el rostro con la ternura del beso familiar,
la que acaricia tan solo con estar en su presencia,
la que traslada en su toque a las orejas
todos los secretos y palabras de aliento
que han depositado en ella nuestros muertos.
Es ella. Siempre ha sido ella
el refugio fundador de toda vida.