A mi padre,
quien ha despertado.
Cómo no sentir estas ganas renovadas,
esta calma furtiva,
desbocada por la piel y los nervios
circulando como la luz en línea recta.
Cómo no agradecer la fortuna
de no tener que hacer versos funerarios
ni elevar rezos petitorios.
Cómo evitar sentirse con el brillo de las hojas
cuando justamente acaba de llover,
cómo sin la sonrisa,
cómo sin la mirada que al encontrarse con la otra
se comprende.
La bienvenida del hombre que fue a la luna y regresó triunfante,
la voz que retomó su acorde cotidiano,
el milagro de la Dama de noche,
la sorpresa del suspiro de la vida al nacer, al renacer,
el tacto pendiente, retenido; no despierto, despertado.
Y a esa incredulidad acaparadora
de la esperanza,
madre de las heridas que punzan,
astuta compañera del conformismo,
asesina de los sueños y magias,
hoy la vi perder.
Lo espléndido, lo fascinante, lo asombroso,
los prodigios, las maravillas, las quimeras;
están para que alguien se asombre,
se fascine, conozca lo espléndido,
se maraville con el prodigio y la quimera,
pero sobre todo
para que sepa, comprenda y se asegure
de que existen.